EL TREN SECRETO
M era un niño raro, en las siestas, cuando todos los mayores descansaban y sus amigos se iban a jugar a la pelota, cosa que no le atraía mucho, solía dedicarse a inventar extraños dispositivos que le venían a la mente. M tenía un cuaderno de inventos donde diseñaba y dibujaba sus proyectos, era como decía su madre, un pequeño Leonardo da Vinci, sus amigos lo llamaban el ingeniero o el inventor. Un día, luego de leer cómo funcionaba un proyector de películas, construyó uno con una caja de cartón, una lámpara y una lupa con el que le proyectaba a sus padres y amigos, toscas películas animadas dibujadas en papel de calco. También una vez diseñó y construyó, entre muchas otras cosas, una cámara de fotos aérea (dron) que se elevaba con globos y descendía con un paracaídas, una máquina del tiempo con una lata de galletas que terminó como luz de noche, un telescopio para observar la luna y los satélites, un avión de cañas de tres metros de envergadura que nunca voló, y luego de ver la película “20.000 leguas de viaje submarino”, un submarino en el que M casi se ahoga, suerte que a último momento decidió probarlo primero sin tripulación, pues el submarino funcionó perfectamente para sumergirse en las verdes aguas invernales de la piscina de un amigo, se hundió hasta el fondo, pero no funcionó para emerger, nunca volvió a la superficie por más que intentaron reflotarlo activando todos los dispositivos que evacuaban el agua de las cámaras de inmersión. Leviatán, así se llamaba el submarino, quedó varado en el fondo de la piscina hasta el verano siguiente cuando desagotaron la pileta, y descubrieron asombrados a dos metros y medio de profundidad, el raro artilugio con torreta y periscopio incluido. El castigo recibido fue de un mes sin salidas.
M era propenso a meterse en problemas, al final siempre terminaba castigado por sus padres por sus alocadas aventuras, así que un día decidió formar una sociedad secreta con sus amigos para poder llevar a cabo sus aventuras sin que los adultos se enteraran. Llamó al grupo “Alcón” porque le gustaba la letra “A” y se sentía identificado con esa maravillosa ave de presa siempre atenta y vigilante. Tiempo después descubrió que Halcón se escribía con “H”, y que Águila con “A”, M sonrió por su ignorancia y pensó que no era importante, pues la “H” no se pronunciaba, así que igual conservó el nombre del grupo y la “A” en el distintivo que lo identificaba, un dibujo a mano alzada de un Halcón (ahora Águila) que más parecía un desgarbado pollo con una “A” superpuesta que disimulaba su pésimo trazo y su peor semejanza. Su primera misión fue investigar una vieja casona conocida como el castillo abandonado que alguna vez fue el casco de estancia de alguna adinerada familia alemana. Un mito urbano decía que aún caminaban en su interior los fantasmas de sus antiguos habitantes y que cada noche servían la mesa para disfrutar de una espectral cena que nunca los saciaba.
Las misiones del grupo fueron prosperando en osadía, ya que los miembros se cubrían mutuamente para que sus padres no se enteraran de las atrevidas y peligrosas aventuras. Un día M vino con una propuesta para la próxima misión, había leído que en las viejas iglesias de capital había pasadizos subterráneos de la época colonial que comunicaban unas con otras, con la casa de gobierno, la catedral y hasta con la vieja aduana del puerto. ¿Qué tal escaparse a investigar esa información? además podrían conocer esas maravillosas obras arquitectónicas del siglo XVIII, XIX y principios del XX. La propuesta era demasiado arriesgada porque era necesario desaparecer por varias horas, quizás todo el día y alejarse del barrio sin el conocimiento y autorización de sus padres. De todo el grupo solo aceptaron la propuesta tres miembros, Claudio Bruñaltti porque sus padres trabajaban todo el día, Nito Fernández porque siempre andaba callejeando sin que nadie se preocupara y Mario Santos, porque era su mejor amigo y lo seguía incondicionalmente a toda arriesgada aventura que le propusiera M. Al final solo fueron M y Mario porque la aventura fue un fin de semana y los padres de Claudio estaban en casa y Nito se iba a pasar todo el día al río con sus padres. Como en esa época no existía el teléfono móvil, Nito fue la excusa perfecta para cubrir la salida. Para los padres de M y Mario Nito los había invitado a pasar el día en el río con sus padres. Para evitar sospechas, le dijeron a Nito que los pase a buscar y salieron juntos hacia la esquina donde se separaron, no sin antes desearse mutuamente buena suerte en sus respectivos destinos.
Llegaron a media mañana de un sábado de primavera de 1969, justo un par de meses después que el Apolo 11 llegara a la luna, y como el módulo de alunizaje “Águila”, M y Mario se acercaban a su objetivo final donde comenzaría esta fantástica historia.
Entraron por una ventana del patio trasero que daba a la sacristía. La iglesia estaba cerrada y nadie se encontraba en su interior. Recorrieron primero la nave central y las secundarias, luego siguieron inspeccionando el ábside, el santuario, el presbiterio, el altar, el confesionario, los transectos y el ambulatorio por donde ingresaron. Nada descubrieron más que ornamentos y figuras religiosas. Mario le dijo a M:
—Ya revisamos todo. Aquí no hay una puta mierda.
M lo escuchaba sin contestar mientras miraba hacia arriba. Sin bajar la vista y señalando un púlpito elevado en uno de los lados de la nave central, le dice a Mario:
—Aún falta algo, revisar el ambón.
Buscaron como subir e ingresar al púlpito y no hubo forma de descubrir cómo hacerlo. No había puerta que diera a escalera interna alguna, tampoco escalera externa de ningún tipo, ni forma de llegar hasta la altura donde se encontraba el ambón. Eso desilusionó a Mario pero ilusionó a M, pues era señal de que el púlpito no era púlpito, sino algo que simulaba serlo. Debajo del ambón había un cuadro con motivos que no parecían ser religiosos. Le llamó la atención que no estaba colgado como los otros del vía crucis, sino que parecía empotrado en la misma pared, como un bajo relieve, se apoyó para tocarlo cuando se escuchó un sordo clic, como cuando se gatilla un arma descargada. En ese mismo instante siente un ruido de cadenas y observan asombrados que el púlpito baja hasta el piso como invitándolos a subir, se miran como preguntándose ¿qué hacemos? y sin mediar palabra ingresan a su interior. Otro ruido de cadenas anticipaba que el púlpito se movería nuevamente a su posición original, pero no fue así, sino que como un antiguo ascensor comenzó a descender por un oscuro túnel vertical hasta detenerse varios metros bajo tierra por debajo de la iglesia.
El púlpito se detuvo en una pequeña habitación iluminada tenuemente por unas bombillas de muy baja intensidad, no mas de 15 volt, que recordaban las primeras luminarias de Thomas Alva Edison, y que más que alumbrar, parecían decorar el oscuro y misterioso recinto. Frente a ellos se encontraba un extraño vehículo que se asemejaba a alguna fantástica maquinaria de Julio Verne. M y Mario subieron a su interior y moviendo una palanca con una etiqueta que decía, “adelante”, el fantástico artilugio comenzó a moverse lentamente por medio de un mecanismo de relojería, o quizás por alguna antigua bobina eléctrica de principios de siglo. El tren emprendió su recorrido acercándose peligrosamente a una de las paredes que se abrió para dar paso a la formación cuando esta estaba a punto de colisionar con ella. Como una montaña rusa de un parque de diversiones el tren se deslizó hacia las profundidades de la tierra por un estrecho túnel iluminado solo por la luz que emitía un farol en su parte delantera, un farol que solo conseguía alumbra los primeros dos metros de vías y paredes de piedra de un misterioso tren fantasma del Italpark, desbocado hacia lo desconocido.
Después de un descenso que les pareció interminable el vehículo se estabilizó y comenzó a recorrer una serie de pasadizos tan estrechos como el anterior por donde descendieron. Cruzando puerta tras puerta que aparecía delante del tren veían azorados como la historia iba cambiando tras cada nueva puerta que cruzaban. Mirando por la ventana del vehículo aparecían y veían pasar escenas y paisajes del Buenos Aires de antaño. El bombardeo a plaza de mayo en 1955, la revolución de 1943, la década infame de 1930, la guerra de la triple alianza en 1864, la revolución de 1852, la guerra civil de 1828, la guerra con Brasil en 1827, la revolución de Mayo de 1810, las invasiones inglesas de 1806, la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, la fundación de Bs.As. por Pedro de Mendoza en 1736, etc, etc,.. Personajes y acontecimientos históricos transitaban frente a sus ojos como si ellos fueran unos observadores o auditores de la historia pasada que algún ministerio del tiempo mandaba a controlar. M y Mario estaban viajando por las puertas del tiempo en un tren secreto que transitaba bajo los cimientos de la manzana de las luces en pleno corazón de Buenos Aires.
Frente a ellos se mostraba una última puerta, esta era diferente a todas, era una especie de puerta brillante que parecía líquida, como hecha de mercurio. No se abrió como las otras ante la presencia del tren, este sólo la atravesó y aparecieron en un túnel abovedado de unos seis metros de diámetro, prolijamente construido e iluminado con una luz pareja y natural que emitían las propias paredes y que no proyectaba sombra alguna. Venían caminando unos sujetos vestidos con unos mamelucos enterizos de colores claros y un extraño símbolo o logotipo triangular con un círculo en el centro, traían unos extraños instrumentos en sus manos, que asombrosamente tenían solo tres dedos. M y Mario bajaron del vehículo y vieron como un sujeto pasaba extrañado frente a ellos sin percibirlos, miraba todo con asombro e incredulidad mientras se alejaba hacia la derecha. A su izquierda vieron un agujero en la pared y en su interior una escalera caracol de mármol blanco. Antes que el personal llegara hasta ellos, se dirigieron presurosos y subieron por la escalera rápidamente, casi corriendo, hasta llegar exhaustos a la superficie. Salieron por un aljibe del patio interno de la vieja escuela Manuel Dorrego que se encontraba no muy lejos de su barrio. Caminaron en silencio hasta la esquina de su casa donde observaron anonadados a Nito Fernández que se alejaba saludándolos sonriente y deseándoles buena suerte en su aventura. Un escalofrío y un inmenso Déjà vu recorrió sus cuerpos. No dijeron nada, cada uno volvió a su casa y nunca más hablaron del tema hasta muchos años después, cuando los designios de la existencia, los llevaron a compartir otro apasionante relato fantástico.